Me acerqué a ellos y les empecé a hablar. Al principio ellos estaban confundidos, pues no intentaba amenazarlos, suplicarles o negociar con ellos, simplemente les hablé. Mientras les iba hablando, iban poco a poco bajando sus armas y empezaron a escucharme. Lo que les decía, les debe haber parecido la cosa más extraña del mundo. Le hablaba de la vida y de lo imposible. Ya nadie quería atacarme, pero uno de ellos se acercó, andaba con un paso que indicaba peligro y otro mortal tal vez se hubiera aterrorizado al ver a semejante masa de músculos yendo hacía él, pero no era mi caso. «¿Eres acaso un Buda, maestro?», exclamó el hombre con aire a muerte. No supe qué responder, esa pregunta no la hubiera esperado jamás.
«Ni Buda ni dios —les dije—, solo un simple mortal buscando el Dao». Los hombres se arrodillaron ante mí y me pidieron que les enseñe a buscarlo. «No soy un maestro ni quiero serlo —les respondí—, pero si desean pueden ir a buscar a alguien que es un verdadero maestro entre maestros». Vi como muchos de los ojos que brillaban con ilusión se fueron apagando. «Maestro –me explicó el líder—, somos simples hombres que deben alimentar a sus familia. No podemos alejarnos de este lugar». Me contaron que todos ellos antes de ser bandidos eran simples agricultores, pero las constantes guerras destruyeron todo lo que habían creado. Primero fueron reclutados a la fuerza y tuvieron que dejar a sus familias y luego tuvieron que escapar del ejército cuando supieron que su poblado había sido atacado por el enemigo, cuando volvieron todo estaba destruido, muchos de sus familiares habían sido capturados, otros asesinados y solo un puñado había logrado escapar. Ahora no podían ser egoístas, buscar el Dao y abandonarlos, eso no era algo que ellos podían hacer. Les dije que podían ir con ellos a ese lugar, donde había paz y tranquilidad y la guerra no tocaba, mas me argumentaron que muchos eran ancianos y niños que no podrían soportar viajes largos por llegar a un paraíso. ¿Valía la pena el sacrificio de unos por el bienestar de los demás? Para mí la respuesta era obvia, pero ellos no lo creían así: «Los cielos siempre se olvidan de nosotros, nos dejan a la deriva, solo podemos seguir con nuestras vidas lo mejor que podamos, ayudándonos entre nosotros, esperando el momento en que seamos, nosotros o nuestros hijos, dignos de nuevo del cuidado celestial». También habían sido abandonados, pero en vez de maldecir su vida seguían adelante, esperando la oportunidad imposible. Eso lo habían descubierto ellos mismos, sin un maestro que les enseñara, eso me pareció fascinante, así que hice algo que como inmortal no lo hubiera pensado: decidí quedarme con ellos y aprender.
A ellos les enseñé técnicas avanzadas de agricultura, combate y escritura, también les enseñé el arte de asaltar. Cuando supieron que les iba a enseñar eso, quisieron evitar que lo hiciera, pues pensaban que un ser como yo no debería inculcar ese tipo de cosas, pero yo insistí. De nada les iba a servir lo otro que les estaba enseñando si no sobrevivían primero una temporada hasta que pudieran aplicar las otras enseñanzas. Obviamente les puse reglas, no podían asaltar indiscriminadamente. Tenían que hacerlo a buenos blancos y esporádicamente. Si lo hacían muy seguido, alguien vendría a exterminarlos, pero si mantenían un perfil bajo, podrían sobrevivir sin problemas.