Los asaltantes aprendían rápido y me tenían un gran respeto, por eso siempre intentaban darme lo mejor del botín y las mejores comodidades. Yo siempre me negaba, no quería nada de eso, no lo necesitaba, yo estaba ahí para aprender y estaba feliz ahí. Ellos se preguntaban qué podría estar yo aprendiendo de ellos, cuando yo les enseñaba tanto. Era imposible que supieran que con cada acción que observaba de ellos, sentía que me acercaba más a encontrar mi Dao y eso era más valioso que la plata y el oro.
Un día, los asaltantes vinieron con un monje a rastras. Lo habían encontrado herido y les parecía una impiedad dejarlo morir. Lo cuidaron como a un padre y estaban felices de tener un hombre santo con ellos, era como si los dioses les sonrieran. Debo admitir además, que charlar con él era interesante, teníamos algunas veces puntos de vista muy similares, pero la mayoría de las veces eran como el día y la noche. Una de las cosas que más le molestaba era que hubiera entrenado a estas personas a asaltar y robar. Si uno quería ser bueno y lograr la iluminación, debían seguir las reglas que los divinos cielos nos habían dejado, por tanto no podía enseñarles esas cosas, eran inmorales. Tal vez en otro momento le hubiera dado la razón, como inmortal me era fácil mirar desde arriba y despreciar a estos asaltantes como basura, pero ahora era diferente. Los veía intentar sobrevivir, no por ellos, sino por los demás; se habían manchado para que el resto tuviera una mejor vida. Tal vez no serían iluminados jamás, pero les daban la oportunidad a los más jóvenes para que pudieran lograrlo. «Si los cielos son justos, los perdonaran —le decía—, solo tratan de sobrevivir en un mundo cruel que ya de por sí se olvidó de las divinas leyes». El monje entendía mi argumento, pero no estaba de acuerdo con mi modo de pensar y creo que jamás lo estaría, pero eso no importaba, era grato discutir con él.
Pasaron un par de meses y el monje se fue, era una lástima pero tenía que seguir su destino y no era con nosotros. Yo me quede un tiempo más, pero también debía marcharme. Los más pequeños querían que me quedara, pero los adultos sabían que tarde o temprano llegaría este momento y no dijeron nada. Hicieron una pequeña celebración y partí. Me sentía triste por la partida, pero también feliz, porque había logrado lo que en otros tiempos parecía imposible: aprendí de ellos.
Seguí recorriendo el país y siempre había algo que aprender, algunas veces bueno, otras, malo; pero siempre algo y eso era maravilloso. ¡¿Quién hubiera pensado que el inmortal que sabía todo, no sabía nada?! ¿Qué era saber cómo se construye un castillo a comparación de construir relaciones entre vecinos? ¿Cómo comparar comandar ejércitos legendarios con el velar por tu familia? Mi yo inmortal no veía necesarios estos conocimientos, pero justamente estos, ahora mi yo mortal comprendía, eran la base del Dao.
Después de años de haber viajado decidí que era tiempo de volver a ver a mi maestro, retrocedí todos mis pasos hasta llegar de nuevo a esa pequeña aldea de asaltantes, quería ver cómo les había ido… pero no la encontraba. Al principio pensé que se habían cambiado de lugar, pues fue una de las cosas que les dije que hicieran si veían que podía haber problemas, pero por mucho que seguí buscando no encontraba ni pista del lugar. Temí lo peor.
Seguí indagando y mis sospechas se volvieron realidad, todo el pueblo había sido arrasado y todos habían sido ejecutados, sin importar si eran culpables o no. Las mujeres, niños y ancianos fueron ejecutados como criminales. ¿Cómo podían haberlos encontrado y emboscado de esa manera? Yo les había enseñado todo lo necesario para evitar eso. La única posibilidad era que hubiera un traidor entre ellos. Me dolió, sentí un enojo contra ese traidor como jamás lo había sentido y, en ese momento, algo en mí se rompió, quería venganza y la obtendría aun si tenía que matar a todos en Zhongguo si era necesario.
Lo primero que hice fue averiguar dónde estaba el Magistrado que los ejecutó. Fue fácil para mí entrar a su mansión, fui sigiloso como un gato y cuando tenía que asesinar, lo hacía sin miramientos y nadie sospechaba nada. Cuando llegué a la habitación, lo encontré durmiendo plácidamente, una patada en la cara lo despertó instantáneamente. Estaba atónito, su cara le dolía y sangraba, tardó unos segundos en comprender lo que pasaba. Quiso llamar a sus guardias, pero no había nadie que pudiera oírlo alrededor. Lo volví a golpear y esta vez lo até para que no pudiera escapar y luego de un puñete en la cara, le dije que se callara. Le expliqué lo que quería, no me importaba matarlo a él también, pero no era necesario; como magistrado su deber era velar por la seguridad de todos y definitivamente una banda de asaltantes generaba un problema, hizo lo que tenía que hacer en cumplimiento de la ley que los mismos cielos habían impuesto… yo solo quería saber quién los delató, nada más. Su estoicismo era admirable, me dijo que no me lo diría aun si lo torturaba, y le creí. Lo amordacé y salí de ahí.