Advertencia: temas maduros, +18 años
GIANFRANCO III
Todos me están viendo. Ya lo he contado muchas veces, pero cada vez que lo hago, al recordar lo que pasó, mis manos se ponen frías. Antes era peor, antes no podía ni siquiera sostener la mirada mientras lo contaba, balbuceaba y sudaba. Ahora son los mis manos, y espero que pueda desaparecer eso con el tiempo. Veo a cada uno de ellos mientras me voy sobando las manos para darme calor. Muchos ya han escuchado mi historia, pero me ven atentamente, saben lo importante que es esto, no importa cuántas veces hayas escuchado lo mismo. Es la primera vez que Yéssica y su tía me escuchan. ¿Qué pensarán? En fin, eso no es lo importante, lo que sí lo es, es que estamos avanzando bien como grupo. Tengo que seguir narrando, mis manos ya están un poco más calientes.
Les voy contado cómo al principio me sentí avergonzado de lo que había pasado. No quería que nadie supiera que una mujer me había violado, que mi cuerpo me había traicionado y que odiaba sentirme así. e intenté ocultarlo lo mejor que pude durante ese fin de semana, pero me era difícil. En la noche del domingo, con la sola idea de volver al colegio, empecé a temblar. No fue consciente, simplemente pasó. Mi mamá pensó que se trataba de una infección estomacal y me dijo que no iría al colegio el lunes. Sentí un gran alivio al saberlo, pero aún así seguí temblando.
El lunes en la tarde ocurrió algo inesperado, fue a visitarme uno de mis mejores amigos, Alfredo Carrasco. A él lo conocía desde nido y éramos uña y mugre, más que hermanos. Fue a verme para saber por qué había faltado. En ese momento quise decirle todo, decir cómo me sentía… pero no lo hice. La vergüenza me ganó. Sin embargo, recibí una excelente noticia de su parte, la profesora no había ido a clases y al parecer estaba enferma, porque había una profesora que la iba a suplir por mientras. Al escuchar eso, todo cambió para mí; dejé de temblar tanto y aunque sabía que eso sería temporal, tenía la esperanza de que nunca regresara. Tal vez estaba arrepentida y con miedo de lo que podría decir yo, a que la arrestaran y se fuera a la cárcel para siempre. Esos pensamientos me hicieron sentir mucho mejor. Ese día fue uno de los más felices de mi juventud.
Al día siguiente, fui al colegio con mi buzo deportivo, era día de educación física. Me sentía bien y no había nada que pudiera estropear mi buen humor. El curso de Educación física era el primero del día así que dejé mis cosas y bajé para empezar. Corrimos un poco, hicimos algo de calentamiento y luego empezamos a hacer lo que siempre hacíamos en ese curso, jugar futbol hasta que acabara la hora.
Por un momento pensé que podría olvidar todo, hacer como si nunca hubiera pasado. ¿Por qué no? la profesora seguramente no volvería y nadie sabría lo que pasó, ¿quién podría saberlo? Yo… yo lo sabría.
Terminó la clase y nos fuimos a bañar. Antes, era algo típico para mí hacerlo; entraba, me bañaba y listo. Esta vez no pude, simplemente no pude. Solo atiné a lavarme de la cintura para arriba. Tenía miedo de que me vieran diferente, de que notaran lo que me había pasado. En ese momento sabía que era una tontería, pero aunque lo sabía, no podía dejar de tener ese pensamiento en la cabeza.
Vi cómo estaban felices y me sentí peor. Sentía envidia de verlos. ¿Por qué ellos podían ser felices y yo no? ¿Por qué tenía que haberme pasado eso? Ese día, que hasta hace unas horas era mi ascenso al cielo, se convirtió en mi descenso al infierno.
Durante todo el día estuve callado, hablaba solo lo necesario y no tenía ganas de hacer absolutamente nada, solo quería regresar a mi casa y echarme a dormir, a ver si todo pasaba.
En mi casa no me fue mejor. Mi madre me saludó con el cariño de siempre, pero está vez sentí que sus besos eran extraños, que no los necesitaba. Me fui de frente a mi cuarto sin decir palabra. Mi madre estaba preocupada por mi actitud, pero escuché a mi padre que le echaba la culpa a la adolescencia.
Prendí mi computadora y me puse a jugar Príncipe de Persia, quería olvidarme de todo, quería simplemente derrotar a los malos y rescatar a la princesa con mi espada y que todos supieran lo valiente que era. Quería que todo fuera fácil de nuevo.
Pasaron muchos días donde no quería hacer nada, solo quería sumergirme en la computadora y la televisión, mucho más que un chico de mi edad. Mis padres notaron el cambio drástico y aunque muchas veces me preguntaron qué me pasaba, siempre les decía que nada, que solo estaba aburrido del colegio.
Un día de educación física, nos pusieron a hombres y mujeres juntos porque nos iban a pesar y medir. Las mujeres pasaron primero y empecé a escuchar comentarios acerca de lo buenas que estaban las chicas, cómo algunas tenían pechos grandes y otras tenían culotes. Algunos más avezados decían que cómo le darían duro a una de las mejor formadas. Ellos hablaban con toda la naturalidad del mundo y se reían de sus comentarios; yo en otro momento tal vez me hubiera unido a ellos, pero esta vez no quería, sentía repulsión por lo que estaban diciendo. Desde ese momento me alejé definitivamente de la mayoría.
Pasé muchos días retraído, sin que nada me importara, hasta que… apareció. La profesora que me había violado había regresado de su permiso, tan campante, como si nada hubiera pasado, sonriendo a todos los alumnos que la venían con cariño. Ella me vio cuando se sentó en su escritorio y me saludó. Empecé a temblar de nuevo, sentía frío en todo mi cuerpo. Mis compañeros me vieron y empezaron a alarmarse. Alfredo me llevó a la enfermería junto con otro chico más.
En la enfermería, me dieron una pastilla y me abrigaron bastante, pero el frío no pasaba. Al final tuvieron que llamar a mi mamá para que me recogiera. Ella llegó lo más rápido que pudo y me llevó a casa. Ella quería que fuera a una clínica, pero le supliqué con todas mis fuerzas que no, solo quería dormir.
Ya en la casa, me eche, pero aún estaba inquieto. Me sentía asustado, no quería hacer nada, solo taparme y olvidarme de todo. Mi mamá al ver que estaba tan mal decidió llamar al doctor, El Dr. Elera, gran médico y amigo de la familia llegó unas horas después. Me revisó y no vio nada malo, pero notó mi agitación, así que me dio un calmante leve para que me relajara. No sé si fue que el calmante no era tan leve como decía o si mi cuerpo no aguantaba más, pero caí rendido y dormí hasta el día siguiente.
Me desperté tranquilo, como si todo hubiera sido una pesadilla, hasta que recordé que tenía que volver al colegio. De nuevo me sentí mal y me empezaron a dar nauseas. Llamé a mi mamá gritando, suplicando que viniera; quería que ella me protegiera, me consolara, me dijera que todo iba a estar bien. Ella llegó corriendo y me abrazó, yo me puse a llorar. Le dije que no quería volver al colegio, que quería irme de ahí, ya no regresar jamás. Me preguntó qué había pasado y quería decírselo, pero el miedo me lo impedía. «Todo va a estar bien», me decía una y otra vez para calmarme mientras me abrazaba y me acariciaba el cabello con ternura y preocupación. Al final, no pude más y terminé contándole lo que había pasado.
Ella no podía creerlo, me preguntó varias veces si era cierto lo que estaba diciendo, ahora entiendo que lo decía porque no podía creer que alguien en quien habíamos confiado tanto hubiera hecho eso, pero en ese momento sentía que ella pensaba que estaba mintiendo; eso se sintió como una puñalada.
Fue la vez que más maltraté a mi mamá, le dije que era mala conmigo, que no me quería, que seguramente prefería creerle a ella que a mí, su propio hijo, que hubiera preferido nunca haber nacido. Y le di una cachetada con toda la fuerza que pude. Aún recuerdo la mirada de mi madre, no era dolor, sino sorpresa lo que mostraba. Yo aún tenía mi mano levantada y fui consciente de lo que había dicho. Abracé mi mamá y me puse a llorar, le pedí perdón innumerables veces. Ella me devolvió el abrazo con dulzura y me dijo suavemente que me creía. Seguí llorando en sus brazos por mucho tiempo.
Cuando me calmé, ella me dijo que lo solucionaría todo. Yo le creí a mi mamá y ella también creyó que podía hacerlo. Desgraciadamente no fue como lo pensó, definitivamente no..
Lo primero que hizo fue ir donde la policía. Pensó que por nuestro apellido iban a ser más atentos, fue así solo al principio. Cuando supieron para que habíamos ido, se miraron con cara de incredulidad. «Señora —dijo uno de ellos—, ¿su hijo no es… usted sabe… del otro equipo, no?» Fue la primera vez que mi madre se sintió verdaderamente ofendida y los amenazó a todos con botarlos, pues conocíamos al ministro (técnicamente conocíamos a un amigo de un amigo de este, pero en fin) y ya verían. Intentaron ser un poco más serviciales con la amenaza, pero aun así poco podían hacer. «Señora, no podemos hacer nada. Su hijo no es mujer, así que no se ha cometido ninguna falta». A pesar de los gritos de mi madre, insistían que estaban con las manos atadas.
Molesta se fue de la comisaría y nos fuimos con el abogado de la familia. Después de lo que había pasado ahí, ya no quería saber nada de eso. Sabía que solo algo peor podía suceder. Le rogué pero ella insistió ir: «No te preocupes, todo se va a solucionar», me dijo frustrada.
Llegamos al estudio y nuestro abogado dejó lo que tenía que hacer y nos atendió. Cuando mi madre le contó para qué estábamos ahí, sus miradas fueron hacía mí. Me sentía avergonzado, como si fuera una atracción de circo, quería que la tierra me tragara.
El también dijo que no había nada que podía hacer. Mi madre le reclamó, pero él simplemente le dijo que si en verdad quería hacer que yo sufriera la humillación de que todos sepan lo que me pasó. Por primera vez mi mamá quedó muda. Me miró y se podía ver claramente su dolor aunque intentaba disimularlo.
«Si no deseas que pase a mayores, pero aún hacer algo. Podrías hablar con el director del colegio, tal vez con un poco de amenaza, podría despedirla. Y si aún quieres proseguir con la acusación, avísame».
Sus ojos se iluminaron un poco, pero aún dudaba. Agradeció al abogado y nos fuimos a casa. Se puso a cocinar mi plato favorito, arroz con pollo y papa a la huancaína y me sirvió un gran vaso de Coca-cola. Quería engreírme y yo le agradecía todo lo que estaba haciendo por mí, aunque aún me sentía mal.
Cuando llegó mi papá ella le contó todo, él estaba sorprendido y quiso hablar conmigo a solas. Fuimos a mi cuarto y nos sentamos al borde de mi cama. Él era un hombre cariñoso, pero algunas veces un poco frío, era un poco extraño y no sabía exactamente que me diría. Me preguntó cómo me sentía, le expliqué todas las emociones que tenía; me acarició el cabello de manera tosca y me dijo que qué quería hacer. No quería ya saber nada de eso, no quería que nadie se enterara y quería irme del colegio. «¿Estás seguro?» No sé con qué cara le habré mirado que no dijo nada más y se fue del cuarto.
Escuché cómo se pusieron a discutir. Mi papá le decía a mi mamá que era lo que yo quería y él también pensaba que era lo mejor para mí. Ella insistía que no quería dejar que la profesora quedara impune, debía tener un castigo por lo que me había hecho. «Pero él no lo quiere», dijo mi papá casi como una sentencia. «Necesita ver que hay justicia para él», fue la sentencia de mi mamá.
Al día siguiente ella estaba empecinada en hablar con el director, me acuerdo de todas las veces que le supliqué que no lo hiciera, pero ella ya no me escuchaba, como si una ira justa se hubiera apoderado de ella. Me llevó con ella a donde el director, yo la jalaba a cada paso que daba, no quería estar ahí, sabía que todo iba a empeorar. Ella no me hacía y todos los que nos veían, se sorprendían por lo que estaba pasando.
Después de horribles minutos de angustia, al fin llegamos donde el Director. Este saludó a mi madre con cordialidad, como era su costumbre. Mi madre no se anduvo con rodeos y lo primero que hizo fue gritar que una profesora había abusado de mí, como pueden imaginar eso causó un gran impacto en él y seguramente también en su secretaría que estaba a solo una puerta de distancia. Intentó tranquilizarla para que le explicara bien la situación y mi madre seguía vociferando. Yo solo quería irme de ahí, que me tragara la tierra y desaparecer para siempre. Obviamente no se me cumplió el milagro.
Muchos minutos después y luego de secar las lágrimas de mi madre, el Director llamó a la profesora. Mi corazón se agitó y vi como todo se ponía negro, como cuando una televisión de las antiguas se apagaba. Él vio mi cara de desesperación y le dijo a mi madre que sería mejor que no estuviera presente cuando ella viniera. Felizmente para mí, ella estuvo de acuerdo. Le pidieron a la secretaria que me acompañara a la enfermería. Ella era una señora de unos 60 años, no me acuerdo su nombre pero me acuerdo de sus lentes poto de botella que aumentaban el tamaño de sus ojos grises. Ella no me dijo nada, pero su mirada era una que luego vi muchas veces más: lástima.
Nunca supe exactamente cómo se desarrolló esa conversación, pero si supe el resultado. Ella fue suspendida temporalmente hasta que se aclarara todo. Yo estaba feliz porque pensé que nunca más la vería a ver. Mi mamá estaba molesta porque ella hubiera querido que la despidieran en el acto, pero solo con la palabra de ella, por muy respetable que fuera, no bastaba.
Recién volví al colegio dos días después de eso. A pesar de lo bien que me sentía, no quería volver todavía. Quería descansar un rato y mi mamá estuvo de acuerdo. Fue un buen relajo y estaba más preparado para volver al colegio.
Cuando fui, la gente me miraba extraño, algunos empezaban a hablar a mis espaldas. La atmósfera la sentía pesada. Nadie se acercaba a mí y Alfredo me saludó de lejos, jamás había hecho eso. Me preocupé, pensé que me odiaban por haber hecho que suspendieran a esa profesora que era la favorita de muchos. Estaba seguro de que me odiarían para siempre y que ya nadie nunca hablaría conmigo.
Peor aún, en ese momento no tenía a nadie con quien compartir mis preocupaciones. Mi mejor amigo no me hablaba, si le decía a mi madre seguro iba a hacer un escándalo en el colegio y mi papá no me podía ayudar en nada. Me sentía solo. Aún así, intenté ir al colegio poniendo mi mejor cara posible, no quería preocupar más a mi mamá que ya estaba buscando un psicólogo con quien yo pudiera hablar.
La primera clase de educación física de la semana siguiente fue el peor día de mi vida. Yo seguía sin hacer deporte con ellos, pero igual tenía que usar buzo y cambiármelo junto a ellos. Todos se alejaban de mí. No quería estar ahí y empecé a cambiarme lo más rápido posible para salir. Alfredo se me acercó de pronto y por un instante pensé que ya no estaba molesto conmigo.
«Gianfranco, dime —me dijo en un tono de voz como para que todos escucharan— ¿es cierto lo que dicen? ¿que te acostaste con la profesora Beatriz?»
No me hubiera esperado esa pregunta jamás. No sabía qué responderle y solo se me ocurrió decirle que ella me había hecho daño. «¿Acaso no te gustó?», fue una pregunta que hizo un chico con el que casi nunca había hablado. «No, no me gustó», dije con sinceridad. «¡Ves!, te dije que era un cabro», escuché decir. Intenté decirles que yo no era un marica, pero ellos insistían que si no lo fuera, no hubiera ido con mi mamá a quejarme con el Director: Solo un maricón podría quejarse de coger con la profesora que estaba buena,
Tantas veces había contado la historia de la misma forma, que me olvidé completamente que estaba con una joven y tenía que modificar mi vocabulario. Me disculpé con Yéssica por usar esas palabras, pero ella dijo que no importaba, había escuchado peores. Una pequeña risa de los demás aligeró un poco el ambiente y me hizo dar cuenta de que había hablado por más tiempo del que hubiera querido así que decidí resumir un poco mi historia para poder continuar con el resto de la reunión.
Después de eso, todos empezaron a tildarme de marica, incluso el mismo Alfredo, eso fue como una puñalada. Poco a poco se hizo más difícil para mí estar en el colegio, fue un etapa donde tuve pensamientos muy oscuros y se notaba claramente en mi actuar, tanto que mis padres solo encontraron una solución. Mi mamá y yo nos fuimos a Italia para vivir con mis abuelos y olvidarnos de todo lo que había pasado aquí.
No me fue mal allá, mi mamá contrató una psicóloga que hablaba español y empecé a tener sesiones con ella. Mis abuelos se extrañaban que yo necesitara de un especialista y les dijeron que era porque yo había sido muy rebelde en Perú y necesitaba que alguien me pusiera en vereda, por eso me habían llevado allá. Mis abuelos nunca se enteraron de la verdadera razón, mi madre quería pero yo me opuse, no quería que nadie más supiera, ya había sufrido bastante por eso y no quería hacerlo más. Mi mamá respetó mis deseos. Ellos vivieron en la feliz ignorancia por el resto de sus días.